Mi abuela solía decir que, a
veces, bastaba con sentarse en la puerta de casa y esperar para ver pasar los
cadáveres de tus enemigos. Y aunque cuando se lo oía decir no lo
entendía, con el tiempo vislumbré el verdadero significado de lo que en
realidad no era más que una simple metáfora, si bien llena de sabiduría.
Uno de esos “enemigos” era Manuel.
Quien llevaba todo el santo verano haciéndose el listillo conmigo.
Demostrándome que me podía tomar el pelo en cada ocasión que se le ofreciera.
Sobre todo, me hacía tragar auténticas “bolas” -de la forma más inocente-,
aprovechando mi desconocimiento en algún tema puntual o alguna materia por mí
desconocida. Siempre era presa fácil de sus enredos. Tratando de demostrar
quien era el “espabilao”. Y que podría “pegarmela” cada vez que le viniese en
ganas.
Que era ya viernes, no me cabía dudas. Las señales eran evidentes. Y es que
entre nuestros vecinos de playa eran tantas las parejas que cuando llegaba el
fin de semana todas las habitaciones disponibles en la casa permanentemente
alquilada, gemela a la nuestra, no eran bastantes ni suficientes. Lo
solucionaban montando pequeñas tiendas de campaña, de esas de dos plazas,
sobre la arena y delante de su terraza. Era entonces cuando todo ese espacio al
margen derecho del camino al agua, se transformaba en un camping a pequeña
escala.
Iba dispuesto a dar mi paseo
diario, y bajaba los dos peldaños de escalera desde nuestro porche a la arena
cuando lo vi. Manuel estaba delante de su tienda. El colchón, en el
suelo, ocupaba prácticamente la totalidad de su interior. Desde fuera, con un
inflador de lo más elemental, y con rítmicos movimientos de pie, lo iba
llenando para tenerlo dispuesto a la noche. En que a buen seguro habría “dale
que te pego” con su parienta.
Decidí de inmediato retrasar mi
andadura. El cuadro que tenía ante mí me hizo comprender que la situación me la
estaban poniendo a huevo. Me paré. Y cuando en un momento dado vi que se
agachaba distraído para hacer algo, con todo el sigilo del mundo -y favoreciéndome
que no había ningún testigo que pudiera alertarlo-, me coloqué en la
trasera de la tienda, que daba la espalda al mar. Me arrodillé mientras
escuchaba el persistente sonido del inflador. Y ahí me decidí a emitir
un Pitssssssssssss........¡¡¡¡¡ tan realmente bien hecho, y tan
espontáneo, que hasta yo me lo creí.
Confieso que lo había visto hacer
en una película francesa de los años 30. En la que un chico, oculto en la
maleza junto al arcén de la carretera emitió el mismo sonido que hace un pinchazo
en la rueda de una bicicleta, provocando que el que la montaba parase para
comprobarlo.
Sentí que Manolo había dejado de
pisar el inflador mientras con un ladeo de cabeza trataba de agudizar su
oído. Con la esperanza, tal vez, de que hubiese sido una mala pasada de
su imaginación. Ante lo cual, naturalmente, yo hice lo propio: seguir
emitiendo un continuo -pero ahora matizado Bssssssssssssssssss ......¡¡¡- que
en nada tenía que envidiar al escape permanente de aire a causa de una fuga.
¿Lo siguiente? Esto:
-¡¡¡ ME CAGO EN EL COPÓN
DIVÍNO !!!
Monumental y usual grito que, con
matices y modulaciones de voz diversas, se emite comúnmente entre los
habitantes del la zona del Condado. Si bien esta vez dicho de forma huracanada
por mi amigo mientras en silencio, y a duras penas, yo podía contener la risa.
¿Que él inflaba con pisadas más y
más descontroladas por los nervios? Entonces yo callaba para tomar impulso (y
aire).
¿Que paraba para escuchar? yo
volvía a sonar: Bssssssssssssssssss....¡¡¡¡
Y de nuevo, un tan impotente como
desesperado ¡¡ SU PUTA MADRE !! Se volvía a oír pero esta vez
denotando ya un cierto cabreo.
Después de diez minutos así, y
cuando mi descojono podía más que mi capacidad de puesta en escena de la
imitación “momento pinchazo”, me levanto, ahora sí, a carcajada limpia.
Mientras, Manuel, comprendiendo todo de inmediato, no termina de salir de
su asombro.
-¡¡ MIRA QUE ERES CABRÓN !! -me dice sin por ello abandonar esa amplia
sonrisa, tan amable como sincera, que le caracteriza.
-Ahora estamos en paz, Don Listo
–le digo. Eso sí: sin dejar de reírnos. Y le abrazo mientras noto en el suyo
una cierta complicidad de aprobación. Como si dijera sin decirlo: “ya era
hora, joio de que espabilaras”. Entendía que esto, ahora, de alguna forma me
recolocaba a sus ojos.
Y es que la “venganza” (de
mentirijillas, claro) es, como dicen, un plato que ha de servirse frío. Cuanto
más frío mejor. Y cuando las circunstancias te lo ponen, pues eso… a huevo.