lunes, 3 de octubre de 2011

Para siempre...



Photo: Lomonosov Katerina





Hay silencios sonoros. Tanto, que permiten a quien está al otro lado de la línea ver lo que sus ojos no alcanzan. Blanca no quería que nadie percibiese a estas alturas como unas tenues lágrimas resbalaban por sus mejillas. Ni siquiera Juanita, su mejor amiga. -Ha muerto a mediodía. –le acababa de decir ésta nada más descolgar el teléfono.
Y eso, a pesar de que era la única persona que mejor la conocía y que durante los últimos cincuenta años, medio siglo ya, la había tenido informada de cuanto acontecía de relevancia en la vida de Andrés, del que sabía todos sus pasos, no sólo por compartir la misma ciudad que él, sino porque como pariente y paisana suya, mantenían un tan permanente como discreto contacto. Por ella fue que Blanca conoció por último la muerte e incineración de la mujer de Andrés. -Dicen que lo van a enterrar ahí. El lo quería así. –continuó diciendo Juanita.
- Ya descansó –indicó Blanca recomponiéndose. Ahora, llama a tu hermano para que cuanto antes hable con el concejal. Y... muévete rápido, ¿entendido? –le apremió.
-¿Estás segura? –le oyó decir.
-Si. Te he pedido pocas cosas a lo largo de mi vida. Pero... no me falles en esta –contestó Blanca con firmeza.





Habían quedado en Zen, por sugerencia de ella. Era una cafetería recién abierta. Decorada de forma minimalista y con toques orientales, su ambiente le resultaba raramente agradable. Sobre todo porque apenas había gente. Predominaba la claridad y los tonos blancos, y la música era tan tenue que se podía mantener una conversación sin esfuerzo. Aunque Pablo la había telefoneado para comentarle el fallecimiento de su tío -no sólo por deferencia hacía ella, sino por la complicidad que ambos mantenían por el asunto-, Sara, sorprendida en plena reunión, le propuso que le llamaría cuando quedase libre. Cosa que ocurriría con toda seguridad tras el almuerzo de trabajo que no podía eludir.
Se conocieron por azar. Por una de esas conexiones propias del mundo laboral. De eso hacía algunos años ya. Y al decir ella que vivía con su madre y con la hermana mayor de ésta, soltera, con sólo pronunciar el nombre de Blanca, él la asoció inmediatamente al de una persona que era muy querida para su madre. Conforme ahondaron en el asunto, comprobaron, para goce y sorpresa de ambos, que se trataba de la misma identidad. Fue por su madre como él se enteró de que el tío Andrés, estando prometido seriamente con Blanca, ingresó en el Ejército. A principios de los cincuenta. Tuvo que partir. En uno de sus permisos se presentó diciendo que se casaba con otra chica a la que recientemente había conocido allí donde estaba. No había vuelta de hoja. Y así lo hizo.Al margen del efecto que el asunto obviamente supuso para Blanca, la madre de Pablo, especialmente, y su entorno próximo quedaron consternados por el asunto. Puesto que aquélla hacía largo tiempo ya que era realmente miembro de hecho de la familia. Para su madre, Blanca era la hermana que nunca tuvo y siempre había querido tener. Finalmente, cuando Blanca y su familia dejaron la casa y se mudaron de barrio, se perdió toda relación. Porque las ciudades pequeñas, contra lo que pueda parecer, no por el mero hecho de serlo, favorecen que las personas se vean con más facilidad. Compartiendo el espacio común, los caminos pueden no llegar a encontrarse jamás. Puede parecer extraño, pero así es. Nunca más se volvieron a ver. Excepto aquella vez. Al cabo de tantos años. En que estando ya su madre mal -y sin habla por el efecto de una congestión cerebral-, contemplando el paso de la procesión de la patrona de la ciudad desde el balcón, ésta la vio reconociéndola en seguida. No sabiendo si reír o llorar, su madre, sentada, le hacía señas a Pablo para que mirase a la mujer de cabello blanco que -acompañada del brazo de otras- seguían el cortejo sin dejar de saludar también hacia arriba. Era la primera vez que Pablo la veía. Y al mirarla comprendió que ella también era consciente de que aún se sabía querida en la que hubiese podido ser su familia. Casi pudo percibir la humedad en sus ojos de agradecido reconocimiento.





Sara llegó puntualmente. Después de pedirle un cortado para ella, y tras acomodarse y dejar su bolso colgando del respaldo de uno de los asientos, él le comentó los detalles de la hospitalización del tío y finalmente su fallecimiento.
-¿Cómo está Blanca? –le preguntó Pablo al terminar.
-Está por último muy achacosa. Pero con una lucidez mental increíble para sus 79 años –le respondió ésta.
Las escasas veces que coincidían -siempre con prisas- en algún sitio, él le preguntaba por la salud de Blanca, fundamentalmente. Pero nunca habían entrado en detalles de hablar de ella más profusamente. En esta ocasión, con Sara frente a él, Pablo vio la oportunidad que siempre quiso tener para plantear lo que le rondaba en su cabeza desde que tuvo conocimiento de la historia.
-¿En ningún momento intentó rehacer su vida nuevamente? –le preguntó directamente.
Sara, con la mirada perdida en los entresijos de su memoria, y mientras sorbía el resto de su café casi frío ya, le indicó que aunque ella nunca había hablado de eso con su tía, su madre le contó que una vez en que estaban juntos un reducido núcleo de personas -entre familia y amigos-, por no recordaba muy bien qué celebración, alguien brindó para que Blanca “encontrara un hombre bueno que la hiciera feliz”. Ya sabes, el estereotipo de la época. A lo que ella, devolviendo la copa a la mesa para evitar tal brindis, aclaró:-“Os voy a decir una cosa y será la última vez que lo haga: con Andrés he tocado el cielo. Y cuando se toca el cielo.... nada, absolutamente nada de lo que venga detrás dejará de ser sino un pálido reflejo de aquello que fue y que se pretenda emular. El amor, cuando se prueba de verdad, es insustituible. Es. . . Para siempre.”





Amanecía. Fue el jolgorio que los pájaros lo que la sacó del duerme velas en el que había caído finalmente rendida. En el reloj: las 6:30. Miró a través de los cristales apartando un poco los visillos. Las hojas del enorme ficus que se divisaba desde el ventanal de su cuarto comenzaban a moverse. Y no era precisamente por el viento. Se levanto del sillón de orejeras desde el que contemplaba habitualmente la calle, resguardando sus piernas bajo la nagüilla de la pequeña mesa de camilla situada en esa parte de su dormitorio. No se había acostado. Consideraba que no debía hacerlo. Además a su edad dormía más bien poco ya.
Se acercó hasta la cómoda. Buscó entre las prendas -de un ajuar que nunca llegó a usarse-, un frasco de colonia masculina de una marca tan añeja que no se podía encontrar ya. Y que tampoco llegó a podérsela entregar a su destinatario a causa de los acontecimientos. Lo destapó como había hecho tantas veces y aspiró su perfume una vez más. Era, a su modo, otra manera de tenerlo. Sabedora de que es, el del olfato, uno de los sentidos que más poderosamente reactiva los recuerdos y vivencias personales.Después de arreglarse, se puso un vestido oscuro que había escogido del armario y que había dejado estirado sobre la cama. Le gustaba especialmente. Se sentía bien con el. Y por último lo reservaba para ocasiones extraordinarias. Luego, caminó con sigilo hasta la cocina tratando de no despertar ni a su sobrina ni a su hermana. Era bien temprano aún para ellas y además era sábado. Se calentó un gran vaso de leche y con su bolso pastillero se volvió a su cuarto. Allí, colocó el bolsito sobre la mesa y después vació todos los frascos. Un revuelto de pastillas diferentes quedó sobre el pequeño mantel. Luego, entre sorbo y sorbo, se sentó a contemplar una vez más el espectáculo. Siempre era del mismo modo. Nunca entendió como era posible que tantos pájaros pudieran alojarse en la copa del árbol. Observó una vez más el despertar a la vida. Abrió el ventanal un poco para que el sonido le llegase más nítidamente. No recordaba con exactitud cuando fue la primera vez que se dio cuenta de este comportamiento. Pero los pequeños gorriones iban saliendo -no tumultuosamente como cualquiera podría pensar-. No. Bastaba con prestar atención para ver como, a pequeños intervalos, un breve piar de uno en solitario era la señal para que echasen a volar entre ocho y diez de ellos. Así hasta quedar desalojado en su totalidad. Las cuadrillas, conforme partían se quedaban acicalándose en los aleros de los edificios próximos. Hasta que en un momento dado, salían en estampida por grupos, ahora mucho más numerosos. Y solo volverían a aparecer a la puesta del sol, para buscarse de nuevo cobijo entre las ramas protectoras del árbol. Haciéndolo tan ordenadamente como a la partida, para pasar la noche. . . la noche. . .






-Intenté hablar contigo la pasada semana –le dijo Sara tras saludarlo al otro lado del teléfono-. Pero me indicaron que estabas de viaje. Decidí esperar tu regreso para contártelo: ¿sabes? enterramos a mi tía mientras estuviste fuera –terminó diciendo.
-¡¡ Dios.... !! Casi se han ido juntos –exclamó Pablo sorprendido por la noticia.
Quedaron en verse sobre las cinco, en la puerta. Pablo compró un ramo de rosas blancas de diminutos capullos entreabiertos en la floristería que había a la entrada misma del cementerio. Cuando Sara bajó del taxi también traía otro ramo. Pero de claveles. Igualmente blancos. Les llamó la atención a ambos haber coincidido en el color. Él había mostrado por teléfono el deseo de llevar unas flores para depositarlas en la tumba de Blanca. Y ella se ofreció a mostrarle el lugar donde descansaba su tía. Pero necesitaba igualmente de Pablo para corresponder del mismo modo para con su tío Andrés.





Siempre y cuando no sea la Fiesta de Todos los Santos -o los días previos a la misma-, los cementerios suelen tener un silencio especialmente apacible. Mientras caminaban, tan sólo lo rompía la brisa al pasar por entre los cipreses enormes que bordeaban algunas de las principales avenidas, el suave y casi lejano trino de algunos pájaros, y el taconeo discreto que provocaban los zapatos de ambos al caminar. -Aquí es. Ya hemos llegado –dijo Sara mientras se detenía ante una lápida a la que aún no habían terminado de poner definitivamente el mármol con la inscripción prevista.
Pablo, agachándose, lívido y tan desconcertado como sorprendido, puso las rosas bajo los pies de una corona que casi empezaba a marchitarse ya por los días transcurridos a la intemperie. Luego, de pie, permanecieron ambos en silencio, respetuosamente. Pasados unos minutos, ella le sugirió de acercarse a la otra tumba, mientras le agarraba del brazo suavemente.
-No tenemos que movernos, Sara –dijo éste con la voz quebrada. La de mi tío es la tumba que está a su lado.








©narbona