miércoles, 23 de septiembre de 2009

El ascensor...




Mientras doy una última vuelta a la llave del portón la miro por detrás. Hoy, fijo que compartimos el ascensor. ¿Por qué me excita tanto esos instantes en que estás obligado a casi rozarte con alguien en esos espacios tan reducidos sin que te puedas escapar? Es tan curioso ver cómo reacciona la gente que no se conoce durante esos minutos mágicos… Cuando doy la vuelta al pasillo uno de los ascensores tiene la puerta abierta. Pero sus hojas comienzan a correr hacia el centro para cerrarse. Corro. Me lanzo al interior por los pelos. Tanto que casi la atropello, distraída y de espaldas, ajustándose la ceñida blusa mientras se mira en el espejo del fondo. Pero mi frenazo es justito…

-Ufffff…¡¡¡ Por qué poco… -digo al tiempo que le sonrío.

Ella, a través del espejo aún, cambia su mueca primera de “menudo-susto-por-dios” por una escueta sonrisa que deja entrever sus dientes, más blancos aún por su morena tez. Es entonces cuando me fijo en sus labios, con un punto de rotura que no menguan en absoluto su carnosidad para nada artificial. Un toque discreto de lápiz de labios resalta el inicio de una espléndida madurez recién inaugurada.

Mientras ambos nos reubicamos para compartir el espacio apoyándonos frente a frente sobre las paredes laterales, aspiro, comparto también, su perfume. Que lejos de disfrazar el aroma de su piel, hacen un tándem que lo convierte en único. Irrepetible para mí. Y la miro. Está mirando al suelo. Lo que me permite pararme más en fijarme en su pelo negro, rizado, brillante, abundante. Las yemas de los dedos de mis manos parecen enervarse hasta hacerme sentir el tacto exacto de esos rizos, que apenas ocultan la desnudez de sus hombros. ¡Bendito sea el verano! –me grito sin mover los labios.

Vuelvo la cabeza hacia el espejo. Asocio mi imagen con la de ella. Y me asalta un pensamiento que a modo de continuación de la sorprendente entrada que hice hace unos segundos tan sólo, me veo habiéndola atropellado, mis brazos en alto para parar el golpe apoyadas las manos en el espejo. Ambos juntos. Tanto, que imaginar el roce de mi pubis contra su trasero y mis labios tan cerca de su desnudo cuello, comienza a provocarme una erección de vergüenza. Es ahora cuando miro yo hacia abajo tal y como hace la mayoría de la gente al compartir ascensor. Miro bajo mi cintura. Afortunadamente estrené justo hoy esos Calvin Klein que me sujetan tan bien… todo. Pero yo sé cómo estoy: trípode total.

Las llaves al caer al suelo no hacen más ruido gracias a la moqueta. Automáticamente me agacho a recogerlas. Y es entonces cuando me doy de bruces con su falda. La tela ligera me deja calibrar los muslos por encima de sus rodillas. Por debajo de su cintura. Puedo ver en mi mente el contorno exacto de sus braguitas. Y de nuevo su olor. Su olor… No puedo más –me digo por dentro. Estoy perdido –continúo. La voy a besar. La arrincono y la beso -pienso resuelto al tiempo que me levanto.

-Ay… disculpen -oigo decir a Carmen, la vecina viuda del tercer piso, a través de la puerta abierta del ascensor. He debido pulsar antes de que lo hicieran ustedes. Pero bajen, bajen, que yo espero al otro –continúa diciendo.

-¡¡No por Dios..!! De sobra cabemos los tres –le dice Violeta mientras le hace un hueco.

Pulso de nuevo al Bajo. Miro al techo. Todo lo que sube, se baja tan igualmente de rápido como se subió –pienso.

-¿Los niños se fueron ya al campamento de verano? –pregunta la vecina.

Asentimos sonrientes.

-Pues si me permiten un consejo, aprovechen el tiempo. Háganse a la idea de que están empezando. Como cuando eran novios… ya saben –nos dice pícaramente nuestra vecina mientras nos hace un guiño de complicidad.

Miro a mi mujer. Ella me mira. Sonreímos ambos. Terminamos riéndonos los tres. Hemos salido a almorzar a un coqueto restaurante recién abierto y que nos recomendaron. Pero… ya estoy pensando en la siesta de después. Ya estoy pensando en la siesta…





©narbona

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