viernes, 13 de noviembre de 2009

ISADORA...




En instantes como ese, era su único refugio. El madero al que agarrarse hasta acabar la tormenta. Su parte de niña-feliz corría entonces a buscar sus pinceles y colores. Y de paso, la siempre celebrada admiración de su padre ante cada dibujo acabado. Dolía, sí. Por dentro y por fuera… Pero ahora tocaba pintar. Tan sólo pintar. Sabía que cuando se le pasara la furia incontrolable e incontrolada él vendría a disculparse con susurros. Que no volvería a pasar –juraba una vez tras otra.


-¡¡ Deja ya las pinturas de una maldita vez, puta de mierda…!! -fue lo último que oyó tras la patada que echó abajo la puerta de la habitación. De inmediato, el terror. Después tan sólo el silencio…


El inspector recogió una de los innumerables dibujos esparcidos por el suelo. Milagrosamente la sangre que se repartía por el cuarto no lo había manchado aún.
Con el papel en la mano se aproximo al cuerpo. Quizás para conocer algo más, atisbando su rostro, de la desconocida pintora que vislumbraba a través de tan extraordinarios trazos.


-Se llamaba Isadora –le apuntó su ayudante. El “pájaro volador” que encontramos en la acera ha llegado “fiambre” al hospital -continuó. Era su pareja. Los vecinos no sospechaban nada. Dicen que era muy educada. Eso si: coinciden en que salía poco a la calle –terminó.


A salir del apartamento ya podía imaginar los previsibles titulares inmediatos de la prensa. Una nueva víctima, otra mujer más, asesinada por la violencia machista. Pero posiblemente nadie se haría eco de esa cualidad de la mujer que había dejado atrás. Quizás porque a nadie que no fuese un apasionado acuarelista como él –cosa que ni los más cercanos en la brigada policial conocían-, le importaría lo más mínimo.


©narbona